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Jane Jacobs, En defensa de la Gran Ciudad

Jane Jacobs, tecnne ©Elliot Erwitt

En defensa de la Gran Ciudad, Jane Jacobs, 1961

Los escritos de Jane Jacobs alertan sobre las tensiones que el desarrollo de las ciudades produce en la calidad de vida urbana. Teórica del urbanismo, Jacobs fue una activista social contraria al urbanismo impersonal, a las cuadrículas deshumanizadas y a todo aquello que altera las relaciones de la comunidad y los escenarios urbanos contrarios al uso y apropiación de las personas.

Jane Jacobs, en defensa de la gran ciudad

I   Apología de la calle

Para atraer a los peatones y constituir por sí misma un factor de seguridad, la calle urbana debe contar con tres cualidades principales:

Los ojos de la calle

En primer lugar, debe establecer una clara demarcación entre espacio público y espacio privado. Ambos espacios no deben en modo alguno confundirse, como sucede en las realizaciones y en los conjuntos suburbanos.

En segundo lugar, se necesitan ojos que vigilen la calle; los ojos de los que podríamos llamar sus propietarios naturales. También los edificios que bordean la calle han de estar orientados hacia ella. No deben ni darle la espalda ni ofrecerle una fachada ciega.

En tercer lugar, la acera debe utilizarse prácticamente sin descanso: es el único medio de aumentar el número de ojos presentes en la calle y de atraer las miradas de quienes se encuentran en el interior de los edificios. A nadie le gusta mirar por una ventana que da a una calle vacía. Muchísima gente, por el contrario, puede distraerse a lo largo del día contemplando una calle llena de actividad.

No evitaremos la inseguridad de las calles recurriendo a la seguridad de otros elementos urbanos, como son los patios interiores y los terrenos de juegos cubiertos.

Atractivo y eficacia

Pero no podemos obligar a nadie a utilizar la calle sin razón alguna. Es preciso que brinde el atractivo de un buen número de tiendas y de lugares públicos en sus aceras; algunos de esos lugares deben estar abiertos igualmente a últimas horas de la tarde y por la noche. Tiendas, bares y restaurantes contribuyen, pues, en la práctica, a garantizar la seguridad de la acera.

En primer lugar, brindan a los peatones vivan en el barrio o procedan de otro- unas razones concretas para utilizar las aceras en que se encuentran situados. En segundo lugar, atraen el tráfico a unos lugares que no tienen atractivo en sí mismos, pero que se convierten así en lugares de paso vivos, poblados. Pero, como la proyección de estos negocios es de un alcance relativamente escaso, es preciso que en cada barrio sean tan numerosos y variados como sea posible, si se pretende que promuevan una circulación permanente e intensa.

En tercer lugar, los comerciantes y los propietarios de las tiendas son los mejores agentes del orden. No soportan ni los escaparates rotos ni los atracos; quieren que sus clientes se sientan seguros. Son los primeros en vigilar la calle y, si son muchos, se convierten en sus más eficaces guardianes.

En cuarto lugar, la actividad de todas aquellas personas que van de compras o, sencillamente, que buscan un lugar para tomar una copa o para comer algo, constituye de por sí un medio para atraer a otras personas.

El hombre busca al hombre

El atractivo que ejerce sobre los humanos la contemplación de otros seres humanos es un hecho que, por extraño que parezca, desconocen los urbanistas y los arquitectos. Estos parten, por el contrario, de la idea apriorística de que los habitantes de las ciudades buscan la contemplación del vacío, del orden y de la calma. Nada menos cierto. Una calle que esté viva cuenta a la vez con usuarios y con observadores.

Un amigo mío vive en una calle en la que un centro parroquial organiza por las noches bailes y otro tipo de reuniones; este centro parroquial desempeña el mismo papel que el White Horse Bar en mi calle. El urbanismo ortodoxo está atiborrado deconcepciones puritanas y utópicas sobre la manera en que las gentes deben emplear sus ratos de ocio.

El contacto en la calle y la conciencia colectiva

Hace ya mucho tiempo que los moralistas que han observado que las gentes vagan por los lugares más activos, y que entretienen en los bares y en las pastelerías, y se toman un refresco en las cafeterías. Esta comprobación los aflige. Piensan que si las mismas personas dispusiesen de viviendas decentes y contasen con espacios verdes en abundancia, no los encontraríamos en la calle.

Este juicio expresa un contrasentido radical sobre la naturaleza de las ciudades. Nadie puede tener casa abierta en una gran ciudad, ni nadie lo pretende. Dejemos que los contactos interesantes, útiles y significativos entre las gentes se reduzcan a las relaciones privadas, y la esclerosis se apoderará de la ciudad. Las ciudades están llenas de personas con las que, desde el punto de vista de ustedes o desde el mío, es útil y agradable mantener un cierto tipo de contacto; y, sin embargo, no queremos que por esta simple razón nos molesten; ni ellos tampoco quieren ser molestados. Ya he dicho más arriba que el buen funcionamiento de la calle estaba ligado a la existencia, entre los viandantes, de un cierto sentimiento inconsciente de solidaridad.

Hay una palabra que designa este sentimiento: confianza. La confianza, en la calle, se establece a través de una larguísima serie de minúsculos contactos, cuyo escenario es la propia calle. La comunicación nace del hecho de que unos y otros se detienen para tomar una cerveza en el bar, piden su parecer al tendero de ultramarinos o al vendedor de periódicos, cambian impresiones con otros clientes en la panadería, saludan a unos muchachos que toman Coca-Cola, regañan a los niños, dejan a deber un dólar al droguero, admiran a los recién nacidos. Las costumbres varían: en algunos barrios, la gente habla de sus perros, en otros, hablan de los dueños de los perros.

La mayoría de estos actos y de estas palabras son manifiestamente triviales; pero su suma no lo es. A nivel de barrio, el conjunto de los contactos fortuitos y públicos, generalmente espontáneos, es el que crea entre sus habitantes el sentimiento de personalidad colectiva y acaba por instaurar ese clima de respeto y de confianza cuya ausencia es catastrófica para una calle, pero cuya búsqueda tampoco podría institucionalizarse.

La calle: protección de la vida privada

En las pequeñas aglomeraciones, todo el mundo conoce nuestros asuntos. En la gran ciudad, sólo saben de ellos aquellas personas en las que confiamos. Esta es, para la mayoría de la gente, una de las características más preciosas de la gran ciudad.

La literatura arquitectónica y urbanística entiende la protección de la existencia privada en términos de ventanas, medianerías y perspectivas: nadie, desde el exterior, ha de poder meterse con los ojos en adera nuestra vivienda, en nuestra intimidad. El análisis es muy simplista. Nada más fácil de obtener que la discreción de una ventana: basta con correr los visillos o con cerrar los postigos. La verdadera protección el poder de no desvelar nuestros problemas personales si no es con conocimiento de causa; el poder de escapar de los inoportunos- es difícil de lograr, pero por razones que nada tienen que ver con la orientación de las ventanas.

Cuando a un barrio se le quitan las calles vivas, sus habitantes, si quieren mantener una apariencia de contacto con sus vecinos, deben ampliar el círculo de su vida privada. Han de estar dispuestos a afrontar una forma de participación y de relaciones con los demás que los compromete en mayor medida que la vida de la calle. Si no, tienen que asumir una ausencia total de contacto.

El deseo de mantener una comunicación íntima con los demás, exige una discriminación meticulosa en la elección de los vecinos o de las personas con las que se establece el menor contacto.

Promiscuidad y urbanismo

El urbanismo residencial, que subordina los contactos entre vecinos a un compromiso personal de este tipo, se revela con frecuencia de una real eficacia social, pero únicamente en el caso de las clases privilegiadas y cuando ha habido cooptación por parte de los habitantes. Mis observaciones personales demuestran que este tipo de solución fracasa totalmente con cualquier otra clase de población.

Si un simple contacto con nuestros vecinos presenta el riesgo de vincularnos a su vida privada o de vincularlos a la nuestra, y si no tenemos la posibilidad de elegir a nuestros vecinos como lo pueden hacer las gentes de la clase privilegiada, entonces la solución lógica consiste en evitar cualquier tipo de relaciones amistosas o cualquiera otra forma de ayuda mutua y espontánea.

La eficacia social de las empresas que aseguran la vida de la calle crece en razón inversa a su volumen. Un ejemplo nos lo ofrece el nuevo almacén de la Housing Cooperative de Corlears Hook, en Nueva York. Ocupa el lugar de unas cuarenta tiendas que vendían los mismos artículos que han sido literalmente barridas por el plan de urbanización del barrio. El nuevo almacén es una fábrica. Estaría condenado al fracaso económico si tuviese que hacer frente a la competencia. Y, si bien el monopolio garantiza efectivamente el éxito financiero, en el plano social conduce al fracaso absoluto.

Los parques favorecen la delincuencia juvenil

Los técnicos del urbanismo y de la vivienda tienen una idea completamente fantástica de las condiciones de vida que precisan los niños. Lamentan que una población infantil se vea condenada a jugar en las calles de las ciudades que son, si les damos crédito, el marco más nefasto, tanto desde el punto de vista de la higiene como desde el punto de vista de la moral; las calles son fuente de enfermedades y de corrupción. Habría que trasladar a esos desdichados niños a parques y a terrenos de juegos en los que encontrarían el equipo adecuado para los ejercicios físicos, espacio para retozar y verde con que vigorizar sus almas.

Las bandas de jóvenes delincuentes llevan a cabo sus desafueros esencialmente en los parques y en los terrenos de juegos. El estudio que ofrecía el New York Times de septiembre de 1959 revela que todos los crímenes cometidos por bandas de adolescentes en Nueva York, en el curso de la última década, han sido realizados en parques. Más aún: se observa, no sólo en Nueva York, sino en las demás ciudades, que los niños que han participado en esos delitos, vivían en esos grandes conjuntos en los que, precisamente, sus juegos han sido desterrados de las calles, o, incluso, se ha suprimido la propia calle. Los índices más elevados de delincuencia en el East Side de Nueva York, corresponden a zonas dotadas de parques. Los dos “gangs” más importantes de Brooklyn están establecidos en dos de las zonas más antiguas de este tipo.

¿Qué supone en la vida diaria, desde un punto de vista práctico, sacar a los niños de la animación de una calle para llevarlos a los parques o a los terrenos de juego de los nuevos conjuntos?

Los niños son sustraídos de la vigilancia alerta de muchos adultos y se los trasplanta a lugares donde el número de adultos es muy escaso y, a veces, nulo. Pensar que ese cambio representa una mejora en la educación del niño de ciudad es una pura fantasía.

Los jardines interiores convienen solamente a los niños muy pequeños

Los urbanistas de la garden-city, cargados de odio hacia la ciudad, han pensado que, para compensar la vigilancia de la calle, bastaba construir unos enclaves interiores, en el centro de los conjuntos residenciales destinados a los niños. Esta política ha sido adoptada inmediatamente por los defensores de la ciudad radiante. Un número muy crecido de nuevos conjuntos de vivienda se han concebido de esta manera.

El inconveniente de esta solución, dondequiera que se haya aplicado, es que, una vez pasados los seis años de edad, ningún niño con un mínimo de carácter acepta de buen grado permanecer en un lugar tan aburrido. La mayoría quiere evadirse incluso antes. En la práctica, esos universos mullidos y comunitarios resultan adecuados para los niños de hasta tres o cuatro años. Ni siquiera los adultos desean que los críos de más de esa edad vayan a jugar a los protegidos patios. Los chiquillos pequeños son decorativos y relativamente dóciles; pero los mayores son bulliciosos y agitados, actúan sobre el medio circundante en lugar de permitir que el medio circundante actúe sobre ellos, lo cual es inadmisible desde el momento en que ese medio “ya” perfecto. Por otra parte, un plan de este tipo exige edificios orientados hacia el enclave interior; si no, éste se queda sin explotar, falto de vigilancia y de fácil acceso. Pero, cuando es la parte trasera de los edificios, relativamente muerta, o las fachadas ciegas las que bordean la calle, el resultado es que se ha cambiado la seguridad de una acera no “especializada” por una forma especializada de seguridad, destinada a una parte especializada de la población, que se moverá en ella durante unos años de su vida.

Asfalto y educación

Lo cierto es que las calles vivas ofrecen también algunos aspectos positivos para el juego de los pequeños ciudadanos, y esos juegos son, por lo  menos, tan importantes como la seguridad o la protección.

Los niños de las ciudades necesitan una variedad de lugares para jugar y aprender. Precisan, para el deporte y para el ejercicio, lugares especializados más abundantes y más accesibles que aquellos de que disponen en la mayoría de los casos. Pero tienen igualmente necesidad de un espacio no especializado, fuera de la casa, donde jugar, vagar y construir su imagen del mundo.

En la práctica, los niños descubren los principios fundamentales de la vida urbana únicamente a través del contacto con los adultos que encuentran regularmente por las aceras de la ciudad.

El matriarcado de los conjuntos residenciales

Jugar en las aceras animadas difiere prácticamente de todos los demás juegos que hoy se ofrecen a los niños americanos. Es un juego que no tiene lugar dentro del marco del matriarcado. La mayoría de los urbanistas son hombres. Paradójicamente, sus planes y sus proyectos excluyen al hombre de la vida diurna. Cuando organizan la vida de los barrios residenciales, consideran sólo las supuestas necesidades de unas amas de casa increíblemente ociosas y de unos chiquillos en edad preescolar. En líneas generales, elaboran sus planes pensando en unas sociedades estrictamente matriarcales.

Localizar el trabajo y el comercio cerca de los lugares de residencia, pero aislándolos de acuerdo con las teorías de la garden-city, es una solución de signo tan matriarcal como si las residencias estuviesen situadas a unos cuantos kilómetros de los lugares de trabajo y de los hombres. Los hombres no son una abstracción. O bien figuran en el circuito, en persona, o no figuran. Residencias, lugares de trabajo y comercios deben estar íntimamente integrados unos en otros, si queremos que los hombres puedan participar en la vida cotidiana de los pequeños ciudadanos.

Unas aceras de unos treinta o treinta y cinco pies de ancho bastarían para acoger a la vez actividades de los niños, los árboles necesarios, la circulación de los peatones y la vida pública de los adultos. Pocas aceras tienen semejante anchura. Se sacrifica la anchura a la circulación de los vehículos; se considera generalmente que las aceras están destinadas únicamente a la circulación de los peatones, sin que se reconozcan ni se respeten en ellas los órganos vitales e irreemplazables de la seguridad urbana, de la vida pública y de la educación de los niños.

La supresión de las calles, que lleva aparejada la supresión de su papel social y económico, es la idea más funesta y más destructiva del urbanismo ortodoxo.

II Parques y Plazuelas

Se suele considerar los jardines públicos y los espacios verdes como favores concedidos los despojados habitantes de las ciudades. Más bien habría que dar la vuelta a la proposición y considerar los parques de las ciudades como lugares despojados a los que hay que concede artificialmente los favores de la animación.

Los parques son los destructores del tejido urbano

¿Con qué objeto pedimos más espacios libres: para crear unos siniestros vacíos entre los edificios o bien para uso y placer de los habitantes de la ciudad? Estos no utilizan el espacio libre por el simple hecho de que esté ahí o porque así lo quieren los urbanistas. Es absurdo crear unos parques en los puntos de concentración máxima de la población, si para disponer de esos espacios verdes es necesario una destruir las razones que llevaron a su concreción. Los parques de los conjuntos residenciales no pueden sustituir jamás una estructura urbana diversificada. Los parques urbanos que funcionan con éxito no constituyen nunca una solución de continuidad dentro de la actividad de la ciudad. Sirven, por el contrario, para vincular entre sí, por medio del uso de un elemento de belleza común, diversas funciones semejantes y, por esta misma razón, contribuyen a aumentar la diversidad del medio circundante.

Función y localización de los parques

Los parques pueden constituir, y de hecho constituyen, un gran atractivo en los barrios que el público encuentra de por sí sugestivos a causa de la gran variedad de sus actividades. Por el contrario, hacen todavía más deprimentes los barrios desprovistos de poder de seducción: acentúan en ellos el aburrimiento, la inseguridad y el vacío. Cuanto más logra una ciudad mezclar dentro de sus calles las funciones más diversas y cotidianas, más aumenta sus oportunidades de poder animar y mantener unos parques bien situados de manera natural y con poco costo; y, recíprocamente, si éstos se revelan como una fuente de placer y de belleza para el vecindario, dejan de ser lugares vacíos y molestos.

III Funciones urbanas

Los proyectos de los centros culturales o cívicos ejercen efectos catastróficos sobre las ciudades. Aíslan ciertas funciones y actividades que, por añadidura, son frecuentemente nocturnas- de los sectores de la ciudad que, sin embargo, tienen necesidad vital de ellas.

Contra el “zoning”

Boston ha sido la primera ciudad americana que ha realizado el proyecto de un distrito cultural “descontaminado”. En 1839, un comité especial reclamaba la creación de una “conservación cultural” consagrada “exclusivamente a las instituciones de carácter artístico, científico y educativo”. Esta decisión coincidió con el principio del largo y lento declinar de Boston como cabeza cultural de las ciudades americanas. Quizás no exista una relación de causa a efecto, y quizás la localización de las instituciones culturales fuera de la ciudad y su divorcio de la vida cotidiana no han sido más que el síntoma y la rúbrica de una decadencia que otras causas ya habían hecho inevitable. Pero, una cosa es segura: el centro (downtown) de Boston padeció terriblemente por el hecho de no albergar una mezcla suficiente de funciones primarias y, en particular, por verse privado de funciones nocturnas y de funciones culturales vivas (no museológicas).

Para asegurar la diversidad y el pleno funcionamiento de la ciudad, se necesita una fuerte densidad residencial y, al mismo tiempo, un apretado tejido urbano. Las cosas han cambiado mucho desde los tiempos en que Ebenezer Howard, después de estudiar las míseras viviendas de Londres, concluía que, para salvar a sus habitantes, era preciso abandonar la vida urbana. Los progresos llevados a cabo en varios terrenos medicina, higiene, epidemiología, dietética, legislación de trabajo- han transformado revolucionariamente unas condiciones peligrosas y degradantes, que fueron durante un tiempo la inevitable característica de la vida en las grandes ciudades.

Los “satélites”, solución falsa

La solución no consiste en dispersar ciudades nuevas y autónomas en las regiones metropolitanas. Estas ya están saturadas de lugares amorfos y desintegrados que, antaño, eran ciudades o pequeños núcleos relativamente autónomos e integrados. A partir del momento en que las nuevas ciudades se ven absorbidas por la compleja economía de una región metropolitana, con todas las posibilidades de elección que esta última lleva consigo en materia de trabajo, esparcimiento y compras, pierden su individualidad social, económica y cultural. No podemos actuar sobre dos planos y asociar la economía metropolitana del siglo XX al estilo de vida de las pequeñas ciudades del siglo XIX.

La “ciudad-campo”, solución falsa

En la medida misma en que existen las grandes ciudades, tenemos el deber de tratar de desarrollar inteligentemente una auténtica vida ciudadana, y el de incrementar la fuerza económica de la ciudad. Es estúpido negar el hecho de que nosotros, los norteamericanos, somos un pueblo de ciudadanos que vive dentro de una economía ciudadana: en la medida en que lo negamos, nos exponemos efectivamente a sacrificar todo el auténtico campo que rodea las metrópolis, tal y como lo hemos venido haciendo alegremente, al ritmo de 3.000 acres diarios, durante los diez últimos años.

Los principios rectores del urbanismo actual y de las reformas que se refieren a la vivienda tienen como base una resistencia puramente afectiva a admitir que la concentración urbana es deseable: esta negativa apasionada ha contribuido a matar intelectualmente al urbanismo.

Conservar el automóvil

La vida llama a la vida. La separación de peatones y automóviles pierde sus ventajas teóricas desde el momento en que frena o suprime al mismo tiempo muchas de las formas de vida y de actividad esenciales.

Pensar los problemas de la circulación urbana en términos simplistas peatones contra automóviles- y proponerse como meta la segregación completa de ambas categorías, supone plantear el problema al revés. Porque el destino de los peatones en las ciudades no puede disociarse de la diversidad, de la vitalidad y de la concentración de las funciones urbanas.

Orden estético y marco vital

Las ciudades encarnan la vida en su forma más compleja y más intensa. Por esta razón, no se puede tratar una ciudad como si fuese una obra de arte. El arte es necesario a la hora de ordenar nuestras ciudades, como lo es en otros terrenos de nuestra actividad; pero, aunque el arte y la vida se interfieran constantemente, no podemos por eso confundirnos. La confusión entre uno y otra es una de las razones por las que los esfuerzos del urbanismo han resultado hasta ahora tan decepcionantes.

El arte tiene sus propias formas de orden, que son rigurosas. Los artistas, cualquiera que sea su disciplina, seleccionan a partir de un abundante material proporcionado por la vida. Su actividad es esencialmente selectiva y discriminatoria. Al contrario de lo que sucede con los procesos vitales, el arte es arbitrario, simbólico y abstracto.

Pensar en una ciudad o en un barrio urbano como si se tratase simplemente de un problema arquitectónico de mayor enlace, querer imponer a aquellos el orden de una obra de arte, supone un intento falaz de sustituir la vida por el arte.

Los urbanistas deberían adoptar más bien un estrategia que integre arte y vida y que, a la vez, ilumine, clarifique y explicite el orden de las ciudades. Se nos quiere hacer creer que la repetición representa el orden. Por desgracia, en este mundo coinciden raramente la regularidad elemental y militar y los sistemas significantes de orden funcional.

Plan y estructura

Cuando los urbanistas y los planificadores tratan de encontrar un plan del que surja claramente el zos, “esqueleto” de una ciudad (las autopistas y los paseos son empleados generalmente con este fin), se equivocan de camino. Una ciudad no se hace con piezas y con trozos, como un edificio de osamenta metálica o, incluso, como una colmena o como un coral. La estructura de una ciudad se resuelve mediante una mezcla de funciones, y nunca nos acercamos más a sus secretos estructurales que cuando nos ocupamos de las condiciones que engendran su diversidad.

Jane Jacobs

Extrato de Jacobs, Jane, “The death and life of great american cities” (New York, Randon house, 1961)

Fotografía: ©Elliot Erwitt

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