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El Contrato de la Piedad de Miguel Ángel

Miguel Ángel, la piedad dibujo con fondo ©marcelo gardinetti 2025

Durante el Renacimiento italiano, la creación de una obra de arte era una compleja negociación de poder, finanzas, prestigio y visión artística entre el artista y su mecenas, a menudo formalizada en contratos legales meticulosamente detallados. Estas transacciones definían los contornos de la creatividad, estableciendo los materiales, plazos, pagos y, en ocasiones, hasta el resultado estético esperado. El análisis del contrato de Miguel Ángel para la Piedad, encargado por el cardenal Jean de Bilhères, permite esclarecer estas dinámicas. A través de este documento, se revela el delicado equilibrio entre las exigencias de un cliente poderoso y la emergente autonomía de un genio artístico destinado a redefinir el rol del creador.

La Dinámica del Mecenazgo en el Renacimiento Italiano

La Roma de finales del siglo XV se presentaba, según la caracterización de Miles J. Unger, como una ciudad áspera1, desordenada y profundamente marcada por la corrupción institucional bajo el pontificado de Alejandro VI, miembro de la familia Borgia. Este escenario urbano, definido por tensiones políticas y sociales, constituía al mismo tiempo un espacio de notables posibilidades para los artistas, pues la inestabilidad del contexto convivía con una concentración de recursos, encargos y mecenazgos sin paralelo en otras ciudades italianas. En ese entorno, la trayectoria de un artista dependía en gran medida de la capacidad para responder a las exigencias de los patronos, cuyas decisiones podían consolidar o frustrar de manera definitiva el desarrollo profesional de un individuo.

El Precedente del Baco: Una Lección sobre las Expectativas del Mecenas

El primer encargo significativo de Miguel Ángel en Roma fue la escultura del Baco, destinada al cardenal Raffaele Riario, figura reconocida por su afición a la estatuaria clásica.2 La comisión respondía a un marco de expectativas claramente definido: el joven escultor florentino debía producir una obra que se ajustara a la tradición clásica, capaz de integrarse en la colección arqueológica del cardenal Riario.

Sin embargo, Miguel Ángel representó a un Baco en actitud inestable, con un cuerpo que transmite vulnerabilidad y un pathos impropio de los cánones de serenidad y equilibrio que caracterizaban al modelo antiguo. La escultura, de diez palmos de altura, mostraba al dios sosteniendo una copa en la mano derecha y, en la izquierda, una piel de tigre acompañada por un racimo de uvas al que se acercaba un pequeño sátiro.3

 Esta disposición iconográfica, de raigambre helenística, revelaba la destreza técnica del escultor en el tratamiento del mármol y su capacidad para reinterpretar el repertorio clásico con un lenguaje propio, dotando a la figura de un dinamismo y una expresividad poco comunes en la escultura de su tiempo.

La escultura se alejaba por completo de la condición de obra devocional concebida para un espacio sacro; en su lugar, se configuraba como un ídolo de carácter pagano, apropiado para un jardín privado destinado al esparcimiento. Su impronta fue calificada por algunos contemporáneos como repulsiva, debido al énfasis en su naturalismo extremo.

Miguel angel, baco 1496
Miguel Angel, Baco 1496

Miguel Ángel expuso en sus esculturas tempranas su capacidad de tensionar los límites entre lo clásico y lo moderno, entre la idealización y la crudeza representativa. El distanciamiento respecto a las expectativas del comitente derivó en la insatisfacción del cardenal, quien expresó reticencia a completar el pago inicialmente convenido.4 La suma fue finalmente saldada, la obra no fue aceptada, lo que puso de manifiesto la tensión estructural entre la fidelidad a los modelos arqueológicos y la voluntad creativa del escultor.

En este punto intervino el banquero Jacopo Galli, cuya apreciación más afinada del potencial innovador de la obra lo llevó a incorporarla a su propia colección, instalándola en el jardín de su residencia.5  El episodio reveló los riesgos implícitos en contradecir las expectativas del patronazgo y, simultáneamente, consolidó en Gallo una figura de apoyo estratégico. Este último se convirtió en consejero y defensor del escultor en Roma, mediador indispensable para la obtención de encargos posteriores de mayor prestigio.6

El contrato de la Piedad: la formalización de una obra maestra

El contrato de la Piedad fue establecido en 1497 y se formalizó el 27 de agosto de 1498. Se trata de un marco normativo en el que quedaron fijadas las condiciones materiales y simbólicas que posibilitaron el surgimiento de una de las esculturas más influyentes del Renacimiento.

Miguel Ángel, la piedad ©Marcelo Gardinetti 2025
Miguel Ángel, la piedad ©Marcelo Gardinetti

Este documento articula un marco de obligaciones y expectativas que condicionó, de manera directa, el proceso creativo. A partir de estas disposiciones, la tarea del escultor consistía en transformar un repertorio de cláusulas y promesas en una obra material capaz de responder al rigor de lo pactado y a la exigencia de superar todo precedente escultórico en la ciudad.

El convenio reunió a tres protagonistas cuya participación resultó determinante en el proceso de encargo y ejecución. El cardenal francés Jean de Bilhères de Lagraulas7, embajador de Francia ante la Santa Sede, concibió la obra como pieza funeraria destinada a su capilla en la basílica de San Pedro. La elección del mármol como material y la ubicación prevista en un espacio de prestigio revelan tanto una intención devocional como la voluntad de perpetuar su memoria en un monumento de alta visibilidad litúrgica y artística.8

Miguel Ángel Buonarroti, con apenas 23 años, recibió el encargo en un momento de consolidación de su reputación. Aunque su escultura del Baco había suscitado reservas en ciertos sectores, su dominio técnico y la potencia de su lenguaje formal lo proyectaban ya como una figura capaz de transformar los parámetros de la escultura romana de fines del Quattrocento.

El banquero Jacopo Galli, figura clave en el círculo artístico y financiero de Roma, actuó como mediador y garante del contrato. Su intervención aseguraba el respaldo económico de la operación, y confirmaba el reconocimiento del talento de Miguel Ángel frente a la desconfianza inicial de otros comitentes, entre ellos el cardenal Riario.

Deconstrucción de las cláusulas contractuales

El contrato de la Piedad constituye un documento revelador de las prácticas de mecenazgo a finales del Quattrocento. Su redacción, precisa en las obligaciones de cada parte, permite comprender tanto el rigor administrativo con el que se regulaban los encargos artísticos como el carácter excepcional de esta comisión.

Objeto: Se especifica la ejecución de “una Piedad de mármol […] una Virgen María vestida con el Cristo muerto en brazos, del tamaño de un hombre de verdad”.9 Esta formulación determina la iconografía principal de la obra y la escala naturalista que debía conferirle un carácter de verosimilitud, acorde con la sensibilidad devocional de la época.

Pago: La suma estipulada ascendía a 450 ducados de oro papales, una cantidad significativa que refleja tanto la magnitud del encargo como el reconocimiento temprano de la valía del joven escultor.10 El monto sitúa la obra dentro de los encargos de alto prestigio, reservados a proyectos de considerable visibilidad.

Plazo: El contrato fijaba un periodo de un año a partir del inicio de la obra11, una estipulación común en la época, que resulta especialmente exigente al considerar la envergadura técnica de la escultura y la dificultad inherente al mármol de Carrara.

Materiales: Se establecía que los costos de los materiales corrían a cargo del artista.12 Esta cláusula trasladaba la responsabilidad logística y financiera a Miguel Ángel, pero podía interpretarse como un acto de confianza en la capacidad del escultor para seleccionar el bloque de mármol adecuado, lo cual incidía directamente en la calidad del resultado final.

Garantía de calidad: La intervención del garante Jacopo Galli se manifiesta en la cláusula más singular, señalando que “será la obra más hermosa en mármol que Roma puede mostrar hoy, y que ningún maestro de nuestros días podrá producir una mejor”13

La promesa de que la escultura sería “la obra de mármol más bella que existe hoy en Roma, y que ningún otro maestro vivo lo hará mejor”14 subraya la confianza depositada en Miguel Ángel, e introduce una dimensión competitiva en relación con la producción escultórica contemporánea en Roma.

Del mármol a la forma: proceso creativo y autonomía artística

El desarrollo de la Piedad de Miguel Ángel, condicionado por las estipulaciones contractuales, certifica el modo en que la disciplina del encargo podía coexistir con la afirmación de una visión artística autónoma. El proceso creativo se configuró como una búsqueda obsesiva de perfección técnica y conceptual, en la que el artista negoció continuamente entre obediencia contractual e innovación personal.

La búsqueda de la perfección en Carrara

El primer gesto creativo, la elección del bloque de mármol, se encuentra en el centro de un debate historiográfico que ilustra la complejidad de la práctica escultórica en el Renacimiento.

Según algunos testimonios, entre ellos la interpretación de Miles J. Unger, Miguel Ángel realizó el viaje a las canteras de Carrara para seleccionar personalmente un bloque de cualidades excepcionales.15 Esta decisión era poco frecuente entre sus contemporáneos que se explicaría por su concepción de la escultura como un proceso sustractivo: la forma preexiste en la piedra, y la misión del escultor es liberarla, lo que convierte la elección del material en un acto decisivo.

No obstante, otras fuentes como John Addington Symonds sostiene que el artista pudo haber trabajado con un bloque ya disponible en Roma, supuestamente con imperfecciones estructurales.16 Esta hipótesis presenta una variante interpretativa: se plantea la figura del virtuoso capaz de dominar un material adverso y transformar sus defectos en potencia expresiva. Ambas lecturas enriquecen la comprensión del vínculo de Miguel Ángel con la materia prima, en tanto revelan tanto su exigencia de control absoluto como su capacidad de superar las limitaciones físicas del soporte.

En cualquier caso, el resultado fue una escultura caracterizada por una pureza material que consolidó la reputación del mármol de Carrara como medio privilegiado del alto Renacimiento.

La visión del artista

Ya en el taller, el escultor cumplió con lo estipulado en el contrato: la representación de “una Virgen María vestida con el Cristo muerto en brazos”. Sin embargo, en el interior de esta estricta formulación, Miguel Ángel introdujo un gesto de autonomía interpretativa que redefinió el alcance de la obra: la Virgen aparece con un rostro juvenil e idealizado, en franca divergencia respecto a la tradición que la representaba como una madre madura, marcada por el dolor.17

Esta decisión responde a un planteamiento teológico y estético coherente con los ideales del Renacimiento.18 La juventud inalterada de María alude a su pureza inmaculada y a su condición de figura incorruptible, mientras que la serenidad de su expresión desplaza el pathos narrativo hacia un registro más abstracto y universal.

El propio artista fundamentó su decisión en una distinción teológica: la incorruptibilidad, atributo asociado a la Virgen, no resultaba necesaria en la figura de Cristo. El Hijo de Dios, al encarnarse, asumió un corpus verum plenamente humano, sometido a las leyes naturales de la materia, con la salvedad del pecado, lo que legitimaba representar su cuerpo marcado por los signos de la muerte y del sufrimiento.19

Miguel Ángel trasciende la función devocional inmediata de la escultura para situarla en un plano de belleza idealizada, capaz de comunicar simultáneamente un mensaje doctrinal y una afirmación de autonomía artística. La obra, una vez concluida, se convirtió en una declaración de principios: el escultor inscribía su propio nombre y su propia concepción de la escultura en la historia.

Miguel angel buonarroti, lápiz ©mg
Miguel Angel Buonarroti, según Daniele da Volterra

La afirmación de la autoría: un nombre grabado en mármol

En un contexto en el que la práctica artística solía desarrollarse en talleres colectivos y la autoría individual permanecía relegada al anonimato, la firma de una obra adquiría un carácter excepcional. La inscripción que Miguel Ángel introdujo en la Piedad es una declaración consciente de identidad y estatus.

El artista grabó MICHAEL. ANGELUS. BONAROTUS. FLORENTIN. FACIEBAT en la banda transversal que cruza el pecho de la Virgen, un lugar visible, cuidadosamente integrado en la composición escultórica. Giorgio Vasari relata la inscripción de la firma en la Piedad como respuesta a una atribución equivocada.

Según su versión, al entrar un día en la basílica donde se hallaba instalada la escultura, Miguel Ángel escuchó a un grupo de lombardos elogiar la obra. Ante la pregunta de uno de ellos sobre la autoría, la respuesta fue inmediata: “Nuestro Gobbo de Milán”. Sorprendido de que su trabajo fuese adjudicado a otro escultor, Miguel Ángel habría decidido corregir el error. Así, en el silencio nocturno del templo, portando consigo luz y cinceles, grabó su nombre en la banda que atraviesa el pecho de la Virgen.20

Independientemente de la anécdota transmitida por Vasari, la evidencia material confirma que la inscripción formaba parte integral de la concepción original de la escultura y no un añadido posterior, como en ocasiones se ha sugerido. Esta constatación refuerza la interpretación de que la banda que atraviesa el pecho de la Virgen fue concebida expresamente para portar la declaración de autoría, constituyéndose en el único elemento formal de la composición con la amplitud y visibilidad necesarias para albergar un texto de carácter monumental. De este modo, la firma no se presenta como una intervención contingente, sino como un componente estructural destinado a enfatizar la identidad del escultor y su aspiración a una categoría casi divinizada del genio creador. Sin embargo, Keizer señala que la disposición formal de la banda sugiere que su función principal fue, desde el inicio, la de albergar la firma.21

El gesto posee un doble alcance. En un plano conceptual, convierte la escultura en una obra de arte en sentido moderno, es decir, en un objeto inseparable de la identidad de su creador. El carácter devocional de la pieza permanece, pero se ve acompañado por el reconocimiento explícito del autor, que sitúa la obra en la transición histórica del artesano al “genio” individual del Renacimiento. En un plano personal, el acto responde a la situación de un joven escultor de apenas 23 años, consciente de la magnitud de su empresa, pero también de la fragilidad de su reputación. La firma asegura la atribución y constituye, al mismo tiempo, una estrategia de autoafirmación frente a la incertidumbre de su recepción.

El contrato como crisol del genio renacentista

El análisis del encargo de la Piedad pone de relieve que el contrato renacentista era un dispositivo que establecía límites materiales y programáticos, al tiempo que ofrecía un marco para la emergencia de una voz artística singular. La relación entre las cláusulas precisas del documento y las decisiones creativas de Miguel Ángel revela un campo de tensiones donde obligación e innovación se entrelazaron productivamente.

El mecenazgo de Jean de Bilhères aportó loe recursos, el propósito funerario y un espacio de emplazamiento privilegiado; la mediación de Jacopo Galli aseguró la viabilidad del proyecto mediante una garantía de excelencia que rozaba lo hiperbólico; y la intervención de Miguel Ángel, transformó una comisión devocional en un monumento de trascendencia universal.

La Piedad encarna el momento en que el escultor se afirma como sujeto creador, reclamando para sí un lugar en la historia del arte. Incluso las ambigüedades documentales, como la controversia sobre el origen del mármol, recuerdan que el estudio de esta obra maestra es un ejercicio de interpretación continua, donde se entrelazan el análisis técnico, la reflexión historiográfica y la conciencia crítica de su permanencia.

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