Tecnne | arquitectura y contextos

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Atmósferas, Peter Zumthor

Zumthor tecnne

Peter Zumthor, Atmósferas

Entornos Arquitectónicos

El título de la charla, Atmosferas, dimana de lo siguiente: hace ya mucho tiempo que me interesa – pues, naturalmente, me ha de interesar – qué es la calidad propiamente arquitectónica. Me resulta relativamente fácil decirlo: la calidad arquitectónica no es, para mí, ser incluido entre los líderes de la arquitectura, que te publiquen, etc. Para mí la realidad arquitectónica solo puede tratarse de que un edificio me conmueva o no.

¿Qué diablos me conmueve a mí de este edificio? ¿Cómo puedo proyectar algo así? ¿Cómo puedo proyectar algo similar al espacio de esta fotografía (que, para mí, es un icono personal)? Nunca he visto el edificio – de hecho, creo que ya ni existe – y, con todo, me encanta seguir mirándolo. ¿Cómo pueden proyectarse cosas   con tal presencia, cosas bellas y naturales que me conmuevan una y otra vez?

El concepto para designarlo es el de ‘atmósfera’. Todos lo conocemos muy bien: vemos a una persona y tenemos una primera impresión de ella. He aprendido a no fiarme de esa primera impresión; tienes que darle una oportunidad. Ahora soy un poco más viejo, debo decir que vuelvo a quedarme con la primera impresión. Algo parecido ocurre con la arquitectura. Entro en un edificio, veo un espacio y percibo una atmosfera, y, en décimas de segundo, tengo una sensación de lo que es.

La atmosfera habla a una sensibilidad emocional, una percepción que funciona a una increíble velocidad y que los seres humanos tenemos para sobrevivir. No en todas las situaciones queremos recapacitar durante mucho tiempo sobre si aquello nos gusta o no, sobre si debemos o no salir corriendo de ahí. Hay algo dentro de nosotros que nos dice enseguida un montón de cosas; un entendimiento inmediato, un contacto inmediato, un rechazo inmediato.

Algo bien distinto de ese otro pensamiento ideal que nosotros también poseemos y que también me gusta: pasar mentalmente de la A a la B de una forma ordenada. Naturalmente, conocemos bien la respuesta en el ámbito de la música. En el primer movimiento de la sonata de viola de Brahms (Sonata n° 2 en mi bemol mayor para viola y piano), cuando entra la viola, en un par de segundos ya está ahí, y no sé bien por qué. Y algo parecido ocurre también en arquitectura. No tan poderosamente con en la más grandes de las artes, la música, pero también está ahí.

Para que veáis que quiero decir con esto, leeré algo que tengo escrito en mi cuaderno de notas sobre este tema.

“Es jueves santo de 2003. Aquí estoy, sentado en una plaza al sol, un gran soportal, largo, alto, hermoso bajo el sol. La plaza – frente de casas, iglesia, monumentos – como un panorama ante mis ojos. A mi espalda la pared del café. La justa densidad de gente. Un mercado de flores. Sol. Las once. La cara de enfrente de la plaza en sombra, de un apacible color azulado. Ruidos maravillosos: conversaciones cercanas, pasos en la plaza, en la piedra, pájaros, ligero murmullo de la multitud, sin coches, sin estrépito de motores, de vez en cuando ruidos lejanos de una obra. Me figuro que el comienzo de las vacaciones ya ha ralentizado los pasos de la gente.

Dos monjas – esto es de nuevo real, no me lo estoy inventando –, dos monjas cruzan la plaza gesticulando, con un andar rápido, sus tocas ondean ligeramente, cada una de ellas lleva una bolsa de plástico. La temperatura: agradablemente fresca, y cálida. Estoy sentado bajo el soportal, en un sofá tapizado en un verde pálido, en la plaza, la estatua de bronce sobre su alto pedestal frente a mí me da la espalda, contemplando, como yo, la iglesia con sus dos torres. Las dos torres de la iglesia tienen un remate diferente; empiezan siendo iguales abajo y, al subir, se van diferenciando. Una de ellas es más alta y tiene    una corona de oro alrededor del extremo de la cúpula. Pronto vendrá hacia mi B., cruzando en diagonal la plaza desde la derecha”.

Ahora bien, ¿Qué me ha conmovido de allí? Todo. Todo, las cosas, la gente, el aire, los ruidos, los colores, las presencias materiales, las texturas, y también las formas. Formas que puedo entender. Formas que puedo intentar leer. Formas que encuentro bellas.

¿Y qué más me ha conmovido? Mi propio estado de ánimo, mis sentimientos, mis expectativas cuando estaba sentado allí. Me viene a la cabeza esa célebre frase inglesa, que remite a Platón: “Beauty is in the eye of the beholder” [“La belleza está en los ojos de quien mira”]. Es decir: todo está solamente dentro de mí. Pero entonces hago el experimento de quitarme la plaza de delante, y ya no tengo los mismos sentimientos. Un sencillo experimento, disculpad la simplicidad de la idea.

Lo cierto es que, al quitarme la plaza de delante, mis sentimientos desaparecen con   ella. Nunca hubiera tenido tales sentimientos sin esa atmósfera de la plaza. Lógico. Hay un intercambio entre las personas y las cosas. Con esto tengo que tratar como arquitecto. Y pienso: ésta es mi pasión. Existe una magia de lo real. Conozco muy bien la magia del pensamiento. Y la pasión del pensamiento bello. Pero me refiero a algo que, con frecuencia, encuentro más increíble: la magia de lo verdadero y de lo real.

Como arquitecto me pregunto: La magia de lo real de, por ejemplo, el café de la residencia de estudiantes de Hans Baumgartner, construida allá por la década de 1930. Esos hombres están sentados ahí y disfrutan. Me pregunto: como arquitecto, ¿puedo proyectar algo con esa atmósfera, con esa densidad, ese tono? Y si es así, ¿Cómo? Y pienso que sí, y pienso que no. Pienso que sí, pues hay cosas buenas y cosas peores. Y ahora de nuevo una cita. La frase la escribió un musicólogo para una enciclopedia de música. La he ampliado y colgado luego en mi estudio, diciéndome a mí mismo: ¡así tenemos que trabajar!

El musicólogo decía sobre ese compositor, que enseguida adivinaréis de quién se trata: “Diatónica radical, versificación rítmica potente y diferenciada, nitidez de la línea melódica, claridad y crudeza de las armonías, brillo cortante de los colores sonoros y, finalmente, simplicidad y transparencia de la textura musical y robustez del armazón formal” (André Boucourechliev sobre “el auténtico carácter ruso de la gramática musical de Igor Stravinski”). 

Esta frase cuelga bien alto en mi despacho para todos nosotros. Me habla de atmosferas; la música de este compositor también tiene esa cualidad de tocarnos –tocarme – al cabo de un segundo. Pero también da cuenta del trabajo, y eso me consuela; llevar a cabo esta tarea de crear atmosferas arquitectónicas también tiene un lado artesanal. En mi trabajo tiene que haber un procedimiento, unos intereses, unos instrumentos, unas herramientas.

Me observo ahora a mí mismo y os cuento en nueve mini-capítulos lo que me he encontrado en   el camino, lo que me lleva en una dirección cuando intento generar esa atmosfera en mis obras. Estas respuestas son sumamente personales; no tengo otras. Son altamente sensibles e individuales; de hecho, probablemente sean producto de sensibilidades propias, personales, que me llevan a hacer las cosas de una determinada manera.

Primera respuesta bajo el epígrafe:

Atmósferas: El cuerpo de la arquitectura.

La presencia material de las cosas propias de una obra de arquitectura, de la estructura. Estamos sentados aquí, en este granero, con esta fila de vigas que, a su vez, están recubiertas por esto o lo otro…  Este tipo de cosas producen un efecto sensorial en mí.  En ellas encuentro el primer y más grande secreto de la arquitectura: reunir cosas y materiales del mundo para que, unidos, creen este espacio. Para mí se trata de algo así como una anatomía. En realidad, al hablar de ‘cuerpo’ lo hago en el sentido literal de la palabra.

Como nuestro cuerpo, con su anatomía y otras cosas que no se ven, una piel, etc., así entiendo yo la arquitectura y así intento pensar en ella; como masa corpórea, como membrana, como material, como recubrimiento, tela, terciopelo, seda…, todo lo que me rodea. ¡El cuerpo! No la idea de cuerpo, ¡sino el cuerpo! Un cuerpo que me puede tocar.

Segunda pregunta, de nuevo un gran secreto, una gran pasión, un gran gozo:

La consonancia de los materiales

Tomo una determinada cantidad de madera de roble y otra cantidad de toba y luego añado algo: tres gramos de plata, una llave, ¿Qué más os gustaría añadir? Necesitaría un promotor para reunir todas    estas cosas y ensamblarlas. Luego vamos colocando las distintas cosas, primero mentalmente y más tarde en el mundo real. Vemos cómo reaccionan unas con otras. Todos sabemos que reaccionamos entre sí. Los materiales no tienen límites; coged una piedra: podéis serrarla, afilarla, horadarla, hendirla y pulirla, y cada vez será distinta. Luego coged esa piedra en porciones minúsculas o en grandes proporciones, será de nuevo distinta. Ponedla luego a la luz y veréis que es otra. Un mismo material tiene miles de posibilidades.

Me gusta este trabajo y cuanto más tiempo lo llevo haciendo, tanto mayor misterio parece cobrar. Uno tiene siempre ideas, se figura cómo son las cosas. Pero cuando llegas a colocar algo en la realidad, como me ocurrió precisamente la semana pasada, estaba seguro de no necesitar de aquel suave arce para recubrir la gran   sala de estar en el edificio de hormigón visto; era demasiado suave y necesitaba una madera más dura: el ébano, una madera que, por su densidad y masa, presentara alguna resistencia al hormigón, con ese increíble brillo que tiene.

Pues bien, más tarde, al colocarlo en obra, ¡oh, mierda!, ¡el cedro era mucho mejor!  De repente lo vi, aquel cedro, que era demasiado suave, no tenía problemas para reafirmarse en el conjunto. De modo que quité todo el palisandro y la caoba que habíamos colocado. Un año más tarde se vuelven a introducir maderas duras, oscuras y ricamente veteadas junto a otras más suaves y claras. Finalmente, el cedro resultó tener una estructura demasiado lineal, demasiado frágil y fue descartado. Esto no es más que un ejemplo de por qué las cosas se me presentan tan cargadas de misterio. Además, hay otra cosa, una cercanía critica entre los materiales que depende del tipo de material y de su peso.

Se pueden combinar materiales en un edificio, y llega un punto en el que se distancian demasiado unos de otros, no vibran conjuntamente, y, más tarde, otro punto donde están demasiado próximos, y luego están como muertos. Es decir, este ensamblaje en la obra tiene mucho que ver con…, bueno, ya sabéis a lo que me refiero… Si no, me extendería en ello media hora más. Sí, tengo ejemplos, he escrito ‘Palladio’, cuya obra me hace vivir tales cosas, y no hay vez en que no las reviva de nuevo. Menciono esa energía atmosférica presente en Palladio   una vez más porque siempre he tenido la impresión de que este arquitecto, este maestro, debió poseer una sensibilidad increíble acerca de la presencia y el peso de los materiales, de todas esas cosas sobre las que intento hablar ahora.

Tercero:

El sonido del espacio.

¡Oíd! Todo espacio funciona como un gran instrumento; mezcla los sonidos, los amplifica, los transmite a todas partes. Tiene que ver con la forma y con la superficie de los materiales que contiene y cómo éstos se ha aplicado. Por ejemplo: coged una maravillosa tarima de madera de abeto y colocadla, como la tapa de un violín, sobre las maderas de vuestras salas de estar. Otra imagen: ¡pegadla sobre un forjado de hormigón! ¿Notáis la diferencia en el sonido?

Por supuesto que sí. Por desgracia, hoy en día mucha gente no percibe el sonido del espacio en absoluto. Sí, el sonido del espacio; personalmente, lo primero que me viene en mente son los ruidos, los ruidos de mi madre trajinando en la cocina con los cacharros cuando yo era un niño. Me hacían feliz. Podía estar en la sala, pero siempre sabía que mi madre estaba en casa porque oía sonar la sartén y los demás cacharros.

Pero también se oyen los pasos en el gran vestíbulo de una estación de tren, los ruidos de la ciudad, etc. Si doy un paso más en esta dirección, el tema se vuelve un poco místico; imaginemos que eliminamos todos los ruidos ajenos al edificio, que no queda nada que lo toque. Entonces, podemos plantearnos la pregunta: ¿sigue teniendo el edificio un sonido? Haced la prueba. Yo creo que todo edificio emite un sonido. Tiene sonidos que no están causados por la fricción. No sé lo que es. Quizá sea el viento o algo así. Lo cierto es que si entras en un espacio sin ruidos sientes que hay algo distinto. ¡Es hermoso! Encuentro hermoso construir un edificio e imaginarlo en su silencio.

Esto es, hacer del edificio un lugar sosegado, algo bastante difícil de lograr hoy en día que nuestro mundo es tan ruidoso. Bueno, quizá no tanto aquí, en esta sala, pero conozco otros lugares que son mucho más ruidosos; cuesta mucho conseguir que los espacios cobren sosiego y, desde el silencio, imaginarse cómo sonará el espacio    con proporciones y materiales adecuados, etc. Sé que suena un poco a sermón dominical, pero es mucho más sencillo y pragmático, ¿no? ¿Cómo suena realmente el edificio cuando lo atravesamos? Y cuando hablemos, cuando conversemos unos con otros, ¿Cómo sonará? ¿Y cuando quiera hablar un domingo por la tarde con tres buenos amigos y leer a la vez? Aquí lo tengo escrito: el ruido de la puerta al cerrarse.

Hay edificios que suenan maravillosamente, que me dicen: estoy en buenas  manos, no estoy solo. Supongo que no logro quitarme de encima esa imagen de mi madre y, a decir verdad, tampoco quiero hacerlo.

Cuarto:

La temperatura del espacio.

Me sigo ocupando de nombrar las cosas que son importantes para mí   en la creación de atmósferas, como la temperatura. Creo que todo edificio tiene una determinada temperatura. Trato de explicároslo y, aunque no sea demasiado bueno haciéndolo, es algo que me interesa sobremanera, las cosas más bellas constituyen una sorpresa, utilizamos mucha madera, muchas vigas de madera para construir el Pabellón de Suiza en Hannover.

Cuando afuera hacía mucho calor, dentro, en el pabellón, se disfrutaba de un frescor de bosque, y, cuando afuera hacía frío, hacía más calor dentro del pabellón que fuera, a pesar de que no estaba cerrado. Uno sabe muy bien que los materiales extraen más o menos calor de nuestro cuerpo. Por ejemplo, el acero es frío y reduce el calor, y cosas así. Me viene a la cabeza el término ‘temperar’. Quizás sea un poco como ‘temperar’ pianos – es decir, buscar la afinación adecuada –, tanto en un sentido propios como figurado. Esto es, esa temperatura es tanto una física como también probablemente psíquica. Es lo que veo, siento, toco, incluso con los pies.

He anotado nueve puntos, y ya hemos llegado al quinto. No quiero aburrirlos.

Las cosas a mi alrededor.

Cada vez que entro en edificios, en espacios donde vive gente –amigos, conocidos o gente que no conozco –, me siento impresionado por las cosas que la gente tiene consigo, en su entorno doméstico o laboral. Y, a veces –no sé si os ha pasado– constato que las cosas coexisten de un modo cariñoso y cuidadoso, y que quedan bien allí. Por ejemplo, lo que me pasó en Colonia, hace dos meses. El joven Peter Böhm me sirvió de guía y fuimos a visitar las casas de Heinz Bienefeld.  Era la primera vez que entraba en esas dos casas de Bienefeld en Colonia.

Sábado a las nueve de la mañana. ¡Era algo digno de ver, algo absolutamente impresionante! ¡Esas casas con una increíble cantidad de detalles bellos, casi excesivos! Por doquier sientes la presencia de Heinz Bienefeld, de cómo hizo aquellas cosas. Y, luego, la gente. Uno era profesor, otro juez, y vestían como esa burguesía alemana acostumbra a hacerlo un sábado por la mañana. Veías todas las cosas. Los objetos hermosos, los libros bellos, toda a la vista, instrumentos musicales, un clavecín, violines, etc. Pero, ¡aquellos libros! Me quede muy impresionado, aquello era expresivo.

Me preguntaba si era tarea de la arquitectura crear un recipiente que contuviera todas aquellas cosas, o para acoger el mundo del trabajo, o lo que sea; en definitiva, todo aquello que le permita a uno tener consigo esas cosas. Permitidme una pequeña anécdota.

Todo esto ya se lo conté, hace un par de meses, a mis alumnos. Estaba también presente una asistente chipriota –es difícil crecer en Chipre –, una excelente arquitecta, que había diseñado para mí una mesita de café, que luego quería tener también para ella. Más tarde, después de una charla en la que hablé sobre las cosas a mi alrededor de un modo más extenso que ahora, ella me dijo:

“No estoy en absoluto de acuerdo. Esas cosas no son más que un lastre. Tengo todo lo que poseo en mi mochila. Me gustaría estar siempre de camino. No todo el mundo carga con ese lastre, la carga burguesa de esas cosas”.

Me quede mirándola y conteste:

“¿Y qué pasa con esa mesita de café que querías tener?”.

No dijo ni una palabra más. Esto parece confirmar algo que todos nosotros ya sabemos. Os he puesto una serie   de ejemplos un poco nostálgicos. Pero pienso que ocurre lo mismo cuando proyecto un bar supercool en alguna parte, o una discoteca, y, naturalmente, también tendría que ser igual en el caso de una casa de la literatura, que requeriría un proyecto en que nada tuviera un aire demasiado ensimismado. Esa idea de que cosas que nada tienen que ver conmigo como arquitecto tengan su lugar en un edificio, su lugar justo, me ofrece una visión del futuro de mis edificios, un futuro que ocurre sin mi intervención.

Esto me hace mucho   bien, me ayuda a imaginarme siempre el futuro de los espacios, de las casas que construyo, cuál será su uso futuro. En inglés podría decirse “A sense of home” [“Un sentido de hogar”]. No sé cómo podría decirse en alemán, quizás ya no podamos seguir diciendo Heimat [hogar, patria]. En mi cuaderno de apuntes encuentro algo sobre el tema en Friedrich Nietzsche, en El caminante y su sombra, sobre la apariencia y el ser en el mundo de las mercancías, y también en sus Fragmentos póstumos: “ante todo, ser (de la cosa), existencia como cuerpo y substancia”. Y también me gustaría leer lo que dice Jean Baudrillard sobre esto en El sistema de los objetos.

Hay otra cosa que siempre me ha preocupado y que encuentro particularmente interesante en mi trabajo. Es el punto sexto; lo titularé:

Entre el sosiego y la seducción

Tiene que ver con el hecho de que nos movemos dentro de la arquitectura. Sin duda, la arquitectura es un arte espacial, como se dice, pero también un arte temporal. No se la experimenta en sólo un segundo. En esto coincido con Wolfgang Rihm: la arquitectura, como la música, es un arte temporal. Es decir, cuando recapacito sobre cómo nos movernos en un edificio, no pierdo de vista esos dos polos de tensión con los que me gusta trabajar.

Os pondré un ejemplo que tiene que ver con las termas de Vals. Para nosotros era increíblemente importante inducir a la gente a moverse libremente, a su aire, e una atmosfera de seducción y no de conducción. Los pasillos de un hospital conducen   a la gente, pero también pueden seducirla dejándola libre, permitiéndole pasear pausadamente, y esto forma parte de lo que nosotros, los arquitectos, podemos hacer.

En ocasiones, lograrlo tiene un poco que ver con la escenografía. En las termas de Vals intentamos llevar las unidades espaciales hasta el punto de que se sostuvieran por sí mismas. Lo intentamos, no sé si lo conseguimos, pero creo que no están mal. Ahí están los espacios, y allí me encuentro yo, y ellos me mantienen en su ámbito espacial; no estoy de paso. Puede ser que este bien firme ahí, pero entonces algo me induce a ir hasta la esquina, donde la luz cae aquí y allá, y me pongo a pasear por ahí; tengo que decir que ése es uno de mis mayores placeres: no ser conducido, sino poder pasear con toda libertad, a la deriva, ¿sabéis? Me muevo como en un viaje de descubrimientos.

Como arquitecto, tengo que asegurarme de que eso no se convierta, acaso sin quererlo, en un verdadero laberinto. Vuelvo a introducir señales para orientarse, excepciones, ya sabéis qué me refiero. Conducir, inducir, dejar suelto, dar libertad. Hay determinadas situaciones en la que resulta mucho más prudente e inteligente inducir    a la calma, al sosiego, que hacer correr a la gente de un lado para otro o andar buscando la puerta.

Crear lugares donde no haya nada que sirva de reclamo, donde se pueda simplemente estar.

Así tendrían que ser, por ejemplo, los auditorios, las salas de estar o los cines. En este sentido, en el cine nunca me canso de aprender. Los cámaras y los directores trabajan con una estructura similar de secuencias. Yo intento hacer lo mismo en mis edificios; que me gusten a mí, y a vosotros y, sobre todo, que concuerden con su uso. Se debe acompañar hasta el final, preparar las cosas, estimular, la sorpresa agradable o la distensión, pero siempre, debo añadir, sin ser en absoluto académico; todo debe producir una sensación de naturalidad.

Séptimo. En la arquitectura hay aun algo muy especial que me fascina:

La tensión entre interior y exterior.

Encuentro increíble que con la arquitectura arranquemos un trozo del globo terráqueo y construyamos con él una pequeña caja. De repente, nos encontramos con un dentro y un afuera. Estar dentro, estar fuera. Fantástico. Eso significa –algo también fantástico–: umbrales, tránsitos, aquel pequeño escondrijo, espacios imperceptibles de transición entre interior y exterior, una inefable sensación del lugar, un sentimiento indecible que propicia la concentración al sentirnos envueltos de repente, congregados y sostenidos por el espacio, bien seamos una o varias personas. Y entonces tiene lugar allí un juego entre lo individual y lo público, entre las esferas de lo privado y lo público.

La arquitectura trabaja con todo ello. Tengo un castillo, vivo en él y, hacia fuera, os muestro esta fachada. Esta fachada dice: yo –el castillo–, soy, puedo, quiero, independientemente de lo que haya querido tanto el propietario como el arquitecto. Y la fachada también dice: pero no os enseño todo. Ciertas cosas están en el interior, y no os incumben. Esto ocurre tanto en el caso del castillo como en el de una vivienda en la ciudad. Utilizamos signos; observamos.

 No sé si mi apasionamiento los afecta de la misma manera; no se trata de ser un voyeur, todo lo contrario. Tiene mucho que ver con la atmósfera. Pensemos en la película La ventana indiscreta (1945) de Alfred Hitchcock. La vida de una ventana contemplada desde fuera. Un clásico. Se ve a aquella mujer vestida de rojo en la ventana iluminada sin saber qué está haciendo. Pero, entonces, ¡se ve algo! O el ejemplo contrario: Domingo por la mañana temprana (1930) de Edward Hopper. La mujer sentada en la habitación mirando por la ventana, el exterior, la ciudad. Me enorgullece que, a nosotros, arquitectos, se nos permita hacer cosas parecidas en cada edificio. Y siempre me lo imagino así en cada edificio que hago.

¿Qué quiero ver yo –o quienes vayan a utilizar el edificio–  cuando estoy dentro? ¿Qué quiero que vean los otros de mí? ¿Y qué referencia muestro con mi edificio al exponerlo al público?

Atmosferas: Edward Hopper, Morning Sun tecnne

Los edificios siempre comunican algo a la calle o a la plaza. Pueden decir a la plaza: me alegra estar en esta plaza. O bien pueden decir: soy el edificio más bello; todos vosotros sois realmente malos. Soy como una diva. Todo eso pueden decir los edificios.

Y ahora viene algo que siempre me ha interesado y de lo que me he percatado hace poco por primera vez. No sé mucho sobre ello –pronto os daréis cuenta–, pero está ahí. Es algo sobre lo que tengo que seguir pensando. Le he puesto el epígrafe de:

Grados de intimidad.

Tiene que ver con la proximidad y la distancia. El arquitecto clásico lo llamaría ‘escala’, pero suena demasiado académico. Yo me refiero a algo más corporal que la escala y las dimensiones. Concierne a distintos aspectos: tamaño, dimensión, proporción, masa de la construcción en relación conmigo. Es más grande que yo, o mucho más grande que yo; o hay cosas en un edificio que son mucho más pequeñas que yo. Picaportes, bisagras o partes conectoras, puertas. ¿Conocéis esa puerta angosta y alta, ésa por la que la gente al pasar parece que cobra buena presencia? ¿La puerta – algo aburrida– ancha y un poco amorfa? ¿Conocéis esos grandes portales intimidatorios, ésos que confieren al encargado de abrirlos un aspecto imponente u orgulloso?

A lo que me refiero es al tamaño, la masa y el peso de las cosas. La puerta fina y la gruesa. El muro grueso y el delgado. ¿Sabéis a qué tipo de edificios me refiero? Me fascinan. Siempre intento hacerlos de modo que la forma interior, es decir, el espacio vacío interior, no sea igual a la forma exterior. Donde no se pueda, por tanto, coger una planta y simplemente dibujar unas líneas –que representan los muros, de doce centímetros de grosor, como división entre interior y exterior–, sino que dentro haya masas ocultas que no se perciben. Es como cuando subimos por entre los muros de una torre de iglesia hueca.

Es un ejemplo de entre miles, que tiene algo que ver con ese peso y el tamaño. Tan grande como yo, más pequeño que yo. Es interesante que las cosas que son más grandes que yo puedan apabullarme, como un edificio que representa al Estado, un banco del siglo XIX o algo parecido, con columnas y demás. Pero, como ya os dije ayer, la villa Rotonda de Palladio es algo grande y monumental, y, sin embargo, al entrar no me siento en absoluto intimidado, sino, más bien, me siento cercano a lo sublime, si se me permite utilizar esta palabra pasada de moda.

El entorno no me amedrenta, sino que, de algún modo, me hace más grande o me deja respirar con mayor libertad; no sé cómo describir esa sensación, pero ya sabéis lo que quiero decir. Ahí se dan, sorprendentemente, ambas cosas. No se puede decir simplemente: claro, lo grande es malo, le falta escala humana, se oye a veces en conversaciones entre profanos, e incluso entre arquitectos. A escala del hombre significa algo así como de mí mismo tamaño. Pero no es tan sencillo. Además, se debe tener en cuenta esa distancia o cercanía entre yo y lo construido.

Siempre me gusta pensar que hago algo para mí o para otra persona. Para mí solo, o para mí en grupo, lo cual es otra historia. ¿Visteis aquel hermoso café de estudiantes que mostramos antes? Aquí tenemos ahora una imagen de un maravilloso edificio de Le Corbusier. Me sentiría muy orgulloso de haberlo hecho yo. Es decir, para mí solo, para mí y    para el resto del grupo, o para mí dentro de la masa. Un estadio de futbol. O un palacio. Soy de la opinión de que hay que pensar concienzudamente estas cosas. Creo que puedo pensarlas bien, todas ellas.

Confieso que lo único con lo que tengo serios problemas, aunque me gustaría poder abordarlo, es el rascacielos. No consigo imaginar cómo tendría que hacer para sentirme bien en un rascacielos, conviviendo con otras muchas personas, 5.000 o no sé cuantas más. Generalmente veo en los rascacielos una forma externa con un lenguaje que habla con la ciudad, etc., que podrá ser bueno o malo.

Lo que sí puedo imaginarme bien es un estadio de futbol para 50.000 personas, esa historia de construir un inmenso cuenco que puede ser increíblemente hermoso. Ayer vimos el Teatro Olímpico de Vicenza. Nosotros ya lo tenemos más que oído de nuestro Goethe, quien lo vio todo antes, mucho antes. Miraba y miraba; eso es lo fantástico en él, que sabía mirar. Bien, éstos son los grados de intimidad que todavía son importantes para mí.

El último punto. Cuando anoté todas estas cosas hace un par de meses sentado en la sala de estar de mi casa, me preguntaba: ¿Qué te falta? ¿Esto es todo? ¿Esos son todos tus temas? De repente, lo vi. Era relativamente sencillo:

La luz sobre las cosas.

Estuve mirando durante cinco minutos qué pasaba con la sala de estar de mi casa. Cómo era la luz. ¡Es fantástico! Seguro que os ocurre algo parecido. Me puse a examinar dónde y cómo daba la luz de lleno, dónde había sombras y cómo las superficies estaban apagadas, radiantes o emergían de la profundidad. Más tarde me di cuenta de lo mismo cuando Walter De María, un artista norteamericano, me mostró una nueva obra suya que había hecho para Japón: un inmenso vestíbulo, dos o tres veces más grande que este granero donde nos encontramos. Abierto en la parte delantera y totalmente oscura en la trasera. En él se habían colocado dos o tres gigantescas bolas de piedra maciza, unas bolas inmensas. En el fondo había unas varillas de madera cubiertas de pan de oro.

Ese pan de oro resplandecía surgiendo de la profundidad –eso ya hace mucho que lo sabemos, pero, cuando lo volví a ver, me volvieron a conmover–, de la negrura de aquel espacio. Es decir, ese oro parecía tener la propiedad de atrapar y reflejar minúsculas cantidades de luz en la oscuridad de fondo.

En este sentido, tengo dos ideas favoritas a las que vuelvo una y otra vez. Al hacer un edificio, no mandamos llamar al experto electricista al final y le decimos: bueno, ¿Dónde pondremos ahora las luces y cómo lo iluminamos? Al contrario, la imagen global ya está ahí desde el principio. Una de mis ideas preferidas es primero pensar el conjunto del edificio como una masa de sombras, para, a continuación –como en un proceso de vaciado–, hacer reservas para la instalación que permita las luces que queremos.

Mi segunda idea favorita –por cierto, muy lógica, no es ningún secreto, lo hace cualquiera– consiste en poner los materiales y las superficies bajo el efecto de la luz, para ver cómo la reflejan. Es decir, elegir los materiales con la plena conciencia de cómo reflejan la luz y hacer que todo concuerde. Me da mucha pena lo que he visto estos días en esta región tan hermosa, el uso de la luz exterior en muchas casas de esta maravillosa campiña, donde la naturaleza, la luz solar es de una belleza apabullante. Todas esas capas apagadas…, no   sé con qué las pintan; enseguida notas que están muertas. Una de cada diez casas sigue teniendo aún un   viejo rincón donde, de repente, notas que algo brilla.

¡Es tan hermoso poder elegir y combinar materiales, telas, vestidos que luzcan a la luz!

En lo que se refiere a la luz, natural y artificial, debo confesar que la natural, la luz sobre las cosas, me emociona a veces de tal manera que hasta creo percibir algo espiritual. Cuando el sol sale por la mañana –cosa que no me canso de admirar, pues es realmente fantástico que   retorne cada mañana– y vuelve a iluminar las cosas, me digo: ¡esa luz, esa luz no viene de este mundo! No entiendo esa luz. Tengo entonces la sensación de que hay algo más grande que no entiendo. Siento un gozo inmenso y estoy infinitamente agradecido de que haya algo así. Hoy mismo lo sentiré al salir de nuevo afuera. Para un arquitecto, tener esa luz es mil veces mejor que tener luz artificial.

Ya estoy terminando y me pregunto: ¿era todo lo que necesitabas decir? Tengo que confesar lo siguiente: aún tengo tres pequeños apéndices. Creo que los nueve puntos de los que he hablado hasta ahora no son más que puntos de arranque de mi trabajo, de nuestro trabajo en el estudio. Quizá mi discurso os haya parecido un poco idiosincrásico, pero en algunos puntos también hay una parte objetiva.

Lo que voy a deciros ahora, en cambio, tiene más que ver conmigo mismo y tal vez sea aún menos objetivo que otras cosas de las que he estado hablando hoy. No obstante, si hablo sobre mi trabajo no puedo dejar de mencionar lo que me conmueve.

Todavía hay, pues, tres cosas más. -[ Ver segunda parte]

©Peter Zumthor

Atmósferas: Conferencia, Palacio de Wendlinghausen, 1 de Junio de 2003

Fotografía: ©EFE Martin Ruetschi

Imagen interior: ©EdwardHopper.net

Atmosferas Peter Zumthor

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