Manifiesto del Gruppo 7: Terragni, Figini, Pollini, Rava, Larco, Frette y Castignoli
El Gruppo 7, Gruppo Sette o Gruppo di Como, se formó en Milán en 1926 con el objeto de renovar el pensamiento de la arquitectura italiana suscribiendo al racionalismo. Fundado por Giuseppe Terragni, Luigi Figini, Gino Pollini, Carlo Enrico Rava, Sebastiano Larco, Guido Frette y Ubaldo Castagnoli –posteriormente reemplazado por Adalberto Libera, su objetivo es modernización de la arquitectura italiana y a los nuevos medios de construcción y la nueva lingüística impulsada por Le Corbusier, Gropius y otros actores del movimiento moderno. La primera aparición pública del Gruppo 7 fue en 1927, en la Tercera exposición de Artes Decorativas en Monza. El manifiesto contiene los temas que consideran más importantes para la reformulación de la arquitectura italiana
Manifiesto del Gruppo 7
I Arquitectura
Es opinión generalizada que el nuestro es tiempo de confusión y desorden en el campo del arte. Lo fue. Tal vez ha sido hasta hace bien poco; ahora, ciertamente, ya no es así. Hemos atravesado un período de formación, que ahora se convierte en madurez, y este esfuerzo ha causado una sensación general de desconcierto: tal vez, también los hombres del Quattrocento temprano se sintieron desorientados; es posible que tal actitud no sea una audacia excesiva, porque verdaderamente estamos en la antesala de una gran. época.
Ha nacido un “espíritu nuevo”. Existe, queremos decir, en el ambiente, como algo en sí mismo, independiente de los individuos, en todos los países, con apariencias y formas diferentes, pero con idéntico fundamento, este espíritu nuevo~ don prodigioso que no todas las épocas artísticas ni todos los períodos históricos han poseído. Vivimos, pues, en tiempos privilegiados, ya que podemos asistir al nacimiento de un nuevo orden de ideas. Prueba de que estamos en los comienzos de una época que poseerá por fin un carácter propio es la clara y frecuente repetición del siguiente fenómeno: la perfecta correspondencia de las distintas formas de arte entre sí, y la influencia que ejercen unas sobre otras; características precisamente de los períodos en que se ha creado un estilo.
En toda Europa se verifica dicho fenómeno: bien conocido y no puede ser más reciente es el intercambio de influencias entre Cocteau, Picasso y Strawinsky; tan evidente es la forma en que sus obras se completan entre sí que no es preciso remarcarlo. Igualmente es notoria la influencia que el Cocteau escritor ejerció sobre el grupo de los “Seis” y, en general, sobre la evolución de la música francesa. Es impresionante la correspondencia entre Le Corbusier, que sin duda es hoy en día uno de los más notables iniciadores de una arquitectura racional, y Cocteau. Le Corbusier escribe sus lúcidos libros polémicos tratando de arquitectura con el estilo de Cocteau, y construye sus casas según idéntico ideal de lógica rígida, límpida, cristalina. Cocteau, a su vez, construye sus escritos según un esquema arquitectónico de concisión y simplicidad “corbusianas”. Y, también, obsérvese cómo un cuadro, por ejemplo, de Juan Gris, está perfectamente a tono con un local de Le Corbusier, y sólo en ese ambiente figura en todo su valor el espíritu nuevo.
A su vez, Alemania y Austria ofrecen un magnífico ejemplo de otro género: el ejemplo del refinamiento artístico a que puede llegar una nación cuando el sentido de una nueva arquitectura es comprendido por todo un pueblo y domina todas las formas decorativas, de manera que todos los objetos, hasta los más modestos, lleven su huella.
Desde el edificio monumental hasta la cubierta de un libro, Alemania y Austria poseen un estilo. Este estilo, más sólido en Alemania, más refinado, tal vez, y precioso en Austria, posee una personalidad absoluta; podrá gustar o no, pero se impone. Más aún, posee un marcado carácter nacionalista, y esto debería bastar, cuando no existiesen otras razones, para mostrar en qué medida estaban en un error quienes creían renovar la arquitectura italiana trasplantándole maneras alemanas, nobilísimas sin duda, pero des ambientadas entre nosotros.
Análogamente, Holanda tiene todo un florecimiento de nuevas formas arquitectónicas de la más estricta y constructiva racionalidad y perfectamente a tono con el clima y el paisaje. Y, de igual forma, cada uno con caracteres propios, los países nórdicos, Suecia, Finlandia. Espíritu nuevo.
Una serie de arquitectos de fama europea: Behrens, Mies van der Rohe, Mendelsohn, Gropius, Le Corbusier, crean arquitecturas estrechamente ligadas a las necesidades de nuestros tiempos, y 8 partir de esas necesidades obtienen una estética nueva.
Existe pues, particularmente en arquitectura, un espíritu nuevo. ¿Y en Italia? Sin duda también entre nosotros se pueden notar correspondencias, como las antes citadas, entre las varias formas de arte: por ejemplo, existe una afinidad entre ciertas abstracciones de Bontempelli y cierta extraña pintura de De Chirico o Carra; también las tres formaciones que, cada una en su propio campo, han tomado el nombre de “Novecento”, parecen poder preludiar una coordinación de fuerzas; de todas formas Italia es, por su naturaleza, por tradición y, sobre todo, por el victorioso período de ascensión que atraviesa, la nación más merecedora de esta misión de renovación; corresponde a Italia dar al espíritu nuevo su máximo desarrollo, llevarlo hasta las últimas consecuencias, hasta dictar a las demás naciones un estilo, como en los grandes períodos del pasado.
Sin embargo, hay quien se obstina, particularmente en arquitectura, en no querer reconocer este espíritu nuevo, al menos de momento.
Tal vez sólo los jóvenes lo entiendan, porque sólo ellos sienten su imperiosa necesidad; y esto constituye su fuerza, nuestra fuerza. Habitualmente, los jóvenes nos encontramos con un recelo generalizado, por otra parte, comprensible y también en parte disculpable: la palabra “vanguardia” ya ha adquirido en materia de arte un sentido equívoco y los ” jovencísimos”, hasta ahora, no han dado muy buenos resultados. Pero es necesario que se entienda, que nos convenzamos de que nuestra generación, la tan atacada generación de la posguerra, está muy lejos de las precedentes. Las experiencias futuristas y las primeras cubistas, aun habiendo aportado alguna ventaja, han escaldado al público y desilusionado a quienes esperaban de ellas un gran resultado. Y nos parecen ya tan lejos: particularmente la primera, con aquella actitud de sistemática destrucción del pasado, de sello aún tan romántico.
Por fin, los jóvenes de hoy en día siguen un camino bien distinto: todos nosotros sentimos una gran necesidad de claridad, de revisión, de orden; la nueva generación piensa, y esta seriedad es tan inesperada que es tomada por presunción, por cinismo. La prerrogativa de las vanguardias que nos precedieron era un ímpetu artificioso, una vana furia destructora, que confundía lo bueno y lo malo.
La prerrogativa de la juventud de hoyes un deseo de lucidez, de sabiduría. Es necesario convencerse de ello. Es de sobras conocido que el nivel cultural de la última generación es notablemente superior al de las precedentes. Sobre todo, la esfera de interés por el arte en general se ha ensanchado infinitamente entre los estudiantes: jóvenes cuyos estudios conducen a campos muy distintos se interesan por la música, por la pintura, están al corriente de las literaturas extranjeras, frecuentan con asiduidad las exposiciones de arte, los conciertos, las librerías. Y no se trata de excepciones, sino de la gran mayoría.
El deseo, pues, de un espíritu nuevo en los jóvenes está basado sobre un conocimiento seguro del pasado, no se funda en el vado.
Particularmente, en arquitectura hemos llegado a esta sensación de absoluta necesidad de algo nuevo, tal vez a través de una saturación de conocimientos. Al estudiar el pasado, los jóvenes no se han conformado con interpelar únicamente a la arquitectura construida, sino que han indagado sobre las formas de arte en su espíritu más recóndito: el Quattrocento en las xilografías de la Hypnerotomachia Poliphili y en los dibujos de Maso Finiguerra; Bizancio en los esmaltes, los vidrios, los marfiles, en un peregrinaje de admiración a través de los tesoros de las catedrales; el Oriente medieval en los Códices armenios, en los Evangelios sirios, en las miniaturas persas, en los tejidos coptos; y, precisamente, tanta cultura de museo y de librería anticuada, que nos oprimía el pensamiento, nos hace invocar la sencillez. Esto no afecta nuestra admiración por el pasado: nada nos impide admirar los fondos giottescos ni los tarots miniados del siglo xv, y entender y defender las extraordinarias posibilidades decorativas que ofrecen en una ciudad moderna los anuncios luminosos; nada nos impide admirar las arquitecturas de las taraceas de Francesco di Giorgio ni las xilografías de Serlio, y entender el ritmo, de pureza casi griega, de algunas fábricas con paredes de cristal. Entre nuestro pasado y nuestro presente no existe incompatibilidad. Nosotros no queremos romper con la tradición: es la tradición la que se transforma, adquiere aspectos nuevos, bajo los cuales pocos la reconocen.
Nosotros hemos sentido una admiración sincera hacia los arquitectos que nos han precedido inmediatamente, y les estamos agradecidos por haber sido ellos los primeros en romper con una tradición de diletantismo y mal gusto que imperaba desde hacía demasiado tiempo. Incluso hemos seguido en parte a nuestros predecesores; pero ahora ya no. Su arquitectura ha dado todo lo que podía dar en cuanto a frutos nuevos. Efectivamente, pueden distinguirse en Italia dos grandes tendencias: la romana y la milanesa. Los primeros se han inspirado, más que en lo clásico, en nuestro gran Cinquecento, consiguiendo a veces una serena excelencia; pero ahora su manera ha degenerado, convirtiéndose en un signo excesivamente fácil, y se limita a una oposición entre planos almohadillados y superficies blancas. Los segundos han dirigido su interés a las elegancias neo-clásicas, y han extraído resultados indudablemente refinados y agradables; pero han caído en el puro decorativismo, en la falta de sinceridad de una arquitectura que cambia sus efectos mediante artificios, alterando frontones quebrados, ornamentos, piñones, obeliscos de coronación. Tanto una como otra tendencia son ya un círculo cerrado· y se repiten estérilmente, sin vías de solución.
Y con cuánta frecuencia edificios, incluso de arquitectos muy conocidos y que una vez terminados pueden resultar agradables, muestran, mientras están en construcción, en la desnudez de su esqueleto, toda la miseria de una arquitectura sin ritmo, que sólo se salva con las aplicaciones decorativas: artificio, falta de sinceridad.
Ahora ya no podemos conformarnos con esto: no nos satisface en absoluto. La nueva arquitectura, la verdadera arquitectura, debe ser resultado de una adecuación estricta a la lógica, a la racionalidad. Un constructivismo rígido debe dictar las reglas. Las nuevas formas de la arquitectura deberán recibir valor estético sólo del carácter de necesidad, y solamente después, tras una selección, aparecerá el estilo. Porque nosotros no pretendemos de ningún modo crear un estilo (tentativas de ese tipo de creación desde la nada llevan a resultados como el “liberty”); sino que, del uso constante de la racionalidad, de la perfecta correspondencia entre la estructura del edificio y los fines que se propone, resultará por selección el estilo. Es necesario conseguir esto: ennoblecer con la indefinible y abstracta perfección del puro ritmo la simple constructividad, que por sí sola no sería belleza.
Se ha dicho “por selección”, esto sorprende. Añadamos: es preciso persuadirse de la necesidad de producir tipos, unos pocos tipos, fundamentales. Esta ley necesaria e inevitable encuentra una gran hostilidad, la más absoluta incomprensión.
Pero volvamos la vista atrás: toda la arquitectura que ha glorificado el nombre de Roma en el mundo está basada en cuatro o cinco tipos: el templo, la basílica, el circo, la rotonda y la cúpula, la estructura termal. Y toda su fuerza está en haber mantenido estos esquemas, repitiéndolos hasta en las más lejanas provincias y perfeccionándolos, precisamente por selección. Todo esto es archiconocido, pero nadie parece acordarse: Roma construía en serie.
¿Y Grecia? El Partenón es el resultado máximo, el fruto supremo de un único tipo seleccionado durante siglos: obsérvese la distancia entre el dórico de Egina y el dórico de la Acrópolis. De igual forma, la basilica de los primeros siglos cristianos y la iglesia oriental tuvieron un único tipo: ¿quién no ve en la iglesia de los Santos Sergio y Baco el germen de Santa Sofía, y en ésta, a su vez, el origen de un esquema-tipo para las grandes mezquitas de Constantinopla? ¿Y no son acaso parecidas todas las casas toscanas y umbras de los siglos XIII y XIV? Y la excelencia desnuda y tan moderna de los palacios florentinos del Quattocento, ¿no es acaso de un tipo único?
Pero la idea de la casa-tipo desconcierta, asusta, suscita los comentarios más grotescos y absurdos: se cree que hacer casas-tipo, casas en serie, signifique mecanizarlas, construir edificios que se parezcan a los buques de vapor, a los aeroplanos. ¡Deplorable equívoco! La arquitectura no ha pensado jamás en inspirarse en la máquina: la arquitectura debe adecuarse a las nuevas necesidades, de la misma forma que las máquinas modernas nacen de necesidades nuevas y se perfeccionan al aumentar éstas. La casa tendrá su nueva estética, así como el aeroplano tiene su estética, pero la casa no tendrá la del aeroplano.
Demasiado a menudo, entre nosotros, la facilidad se considera talento, y el talento genio; ahora, naturalmente, el concepto de edificio-tipo no les va a muchas personas que tienen culto a su propia personalidad, supuesta excepcional, y no se adaptan a someterse a las nuevas exigencias.
Es necesario persuadirse de que, al menos por un tiempo, la nueva arquitectura estará hecha, en parte, de renuncias. Es preciso tener mucho valor: la arquitectura ya no puede ser individual. En el esfuerzo coordinado para salvarla, para reconducirla a la más rígida lógica, a la derivación directa de las exigencias de nuestros tiempos, ahora es necesario sacrificar la propia personalidad; y sólo a partir de esta nivelación temporal, de esta fusión de todas las tendencias en una sola tendencia, podrá nacer nuestra arquitectura, la verdaderamente nuestra.
La historia de la arquitectura conoce sólo poquísimos genios; sólo a ellos les era lícito crear de la nada, siguiendo únicamente su inspiración.
Nuestro tiempo, en particular, tiene otras exigencias, mayores exigencias, imperiosísimas exigencias. Es necesario seguirlas y nosotros, los jóvenes, estamos dispuestos a seguirlas, dispuestos a renunciar a nuestra individualidad para hacer posible la creación de los “tipos”: al eclecticismo elegante del individuo oponemos el espíritu de la construcción en serie, la renuncia a la individualidad. Se dirá que la nueva arquitectura resultará pobre; no hay que confundir simplicidad con pobreza: será simple, en el hecho de perfeccionar la simplicidad reside el mayor refinamiento.
Ciertamente, está próximo el tiempo en que los edificios industriales -fábricas, doks, silos- tendrán el mismo aspecto en todo el mundo. Tal internacionalización es inevitable y, por otra parte, si de ello resulta una monotonía, no le faltará sentido grandioso.
Los otros aspectos de la arquitectura, en cambio, conservarán evidentemente en cada país, como sucede ahora, caracteres nacionales, a pesar de su absoluta modernidad.
Entre nosotros, en particular, existe un tal substrato clásico, es tan profundo en Italia el espíritu (no las formas, lo cual es bien distinto) de la tradición que evidentemente y casi mecánicamente la nueva arquitectura no podrá no conservar una huella típicamente nuestra. Y ésta es ya una gran fuerza; ya que la tradición, como se ha dicho antes, no desaparece, sino que cambia de aspecto.
Obsérvese cómo ciertas fábricas pueden adquirir un ritmo de pureza griega porque, al igual que el Partenón, están limpias de todo lo superfluo y corresponden sólo al carácter de necesidad: en este sentido, el Partenón tiene un valor mecánico.
La nueva generación parece proclamar una revolución arquitectónica: revolución aparente. Un deseo de verdad, de 1ógica, de orden, una lucidez con sabor a helenismo, éste es el verdadero carácter del espíritu nuevo.
Algunos predecesores nuestros, refiriéndose al futuro, predicaron la destrucción en favor de un falso algo nuevo. Otros, refiriéndose al pasado, creyeron salvarse con un retorno a lo clásico.
Nosotros queremos únicamente, exclusivamente, exactamente, pertenecer a nuestro tiempo, y nuestro arte quiere ser el arte que nuestro tiempo requiere. Haber pertenecido a él enteramente con sus cualidades y sus defectos, éste será nuestro orgullo.
Giuseppe Terragni, Luigi Figini, Guido Frette, Sebastiano Larco, Adalberto Libera, Gino Pollini y CarIo Enrico Rava. La Rassegna Italiana, diciembre de 1926.
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