Andrea Branzi, la arquitectura soy yo
El urbanismo y la arquitectura tradicional actúan sobre un plano de absoluta utopía. A través de su misma presencia, siguen proponiendo al mundo un orden arquitectónico y unos valores de cultura formal que va más allá de las simples funciones del habitar. Se trata de una utopía terminal e inconsciente que, de hecho, hace levitar una crisis sobre las relaciones sociales de la misma arquitectura.
La arquitectura radical invierte el procedimiento: asume la utopía como dato inicial de trabajo y la desarrolla de modo realista. Concluido el proceso, no queda nada excluido, todo se cumple, como un acto perfectamente realizado en sí mismo, como pura energía creativa transformada, sin pérdidas, en energía constructiva. La utopía no está en el fin, sino en lo real. No hay en ella motivación moral, sino un puro proceso de liberación inmediata. No hay en ella alegoría, sino un fenómeno natural….
Es en esta práctica donde la arquitectura de los movimientos de vanguardia consigue recuperar un realismo propio absoluto: acepta las condiciones de una realidad discontinua sin conjeturar otras distintas. Se mueve sobre el plano de una realidad mediocre, rechazando un destino glorioso. Sus acciones son siempre uno/uno, y no se remiten a posteriores procesos de realización. Se ha descubierto el hacer “arquitectónico”, lo que no equivale a hacer casas exclusivamente, o en general construir cosas útiles, sino a expresarse, comunicar, inventar a través de instrumentos y condiciones arquitectónicas. de la misma manera que hacer el amor no quiere decir sólo hacer hijos, sino comunicarse mediante el sexo.
La separación dentro de la disciplina arquitectónica entre las actividades creativas y las actividades edificatorias tradicionales de la misma, permite explorar las motivaciones primarias que están en la cima de la arquitectura todavía antes de que la misma se identifique con sus sistemas constructivos y lingüísticos. Permite así mismo individuar las relaciones elementales entre el hombre y el ambiente físico. Relaciones, hasta hoy, mediadas exclusivamente por la arquitectura, entendida, más como estructura física, que como estructura cultural proyectada.
Es aquí donde la experiencia de la vanguardia pone en marcha fenómenos insostenibles y estrategias a muy largo plazo. De hecho, ésta trabaja en “un nuevo uso social de la cultura”, consistente en la recuperación total por parte de la sociedad de todas las facultades creativas individuales, como un derecho natural y no como un mensaje codificado.
La vanguardia trabaja en la reducción técnica de la cultura, consignandola en las manos de la sociedad como libre actividad psicomotora, ya total mente disgregada desde el punto de vista técnico y, completamente adherida a la realidad. Si los hombres son todos iguales, como lo son, entre artista y usuario no existe más que una distinción impropia, favorecida por la actual división de trabajo. De hecho, el mecanismo de producción de la cultura ter mina en un usuario que recibe, a través de la circulación de unas serie de elecciones que no son las suyas, la simulación del uso de las propias faculta des creativas atrofiadas. Tal atrofia es una alienación social que impide producir y consumir la propia actividad creativa como un fenómeno de comunicación espontánea.
El “quehacer artístico” (y arquitectónico) como actividad dirigida a empeñar y a afirmar la materialidad del cuerpo y la electricidad de los sistemas nerviosos, posee ya un sentido concluido en sí mismo, como una terapia psicofísica liberatoria, privada de significados translativos. El arte ya no representa la realidad, sino que coincide totalmente con ella. Hoy, para hacer música, poesía, pintura, arquitectura, danza, o cualquier otra actividad física, se necesita el conocimiento técnico de las distintas disciplinas. La vanguardia reduce estas técnicas: la contrapartida institucional de la clase intelectual, es decir, los lectores, los abonados, los visitadores, los consumidores, los estimadores, los observadores…, se convierten todos en autores.
Todas las técnicas posibles de reducción de la cultura actúan como signos negativos que imprimen una disminución de la distancia entre el operador y la propia acción, entre significado y dimensión física, entre juego y obra maestra, deteniendo la continua extracción crítica que la moral hace de nuestros actos.

El término “arquitectura radical” indica más que un movimiento unitario, un “lugar cultural”, una tendencia energética.
Entre los muchos componentes de este movimiento, ha estado siempre presente el esfuerzo de trabajar en la identificación de este “lugar”, es decir, en la toma de conciencia del destino y de la estrategia de la arquitectura radical. En este sentido, el libro de Paola Navone y Bruno Orlandoni, constituye una contribución importante para el análisis de lo que ocurrió y está ocurriendo tanto para los protagonistas como para el público.
Como todos los libros que hablan de eventos todavía en curso, también este libro corre el riesgo de codificar y sepultar todas las ideas y todas las personas aquí nombradas, con la sola fuerza destructora de la catalogación. Pero no será así. Los méritos de este libro consisten en la circulación de una información coordinada, de un marco general de referencia sobre los fenómenos hasta hoy absolutamente incomprendidos por la mayoría, en su conjunto o en sus atribuciones hacia explosiones aisladas de locura. Información útil, si se tiene en cuenta la atmósfera pesadamente cerrada, desde siempre, hacia cualquier novedad cultural de todas las facultades de arquitectura italianas, y del estado de neurótico de muchos estudiantes y docentes, empeñados en conceder o negar certificados de ortodoxia a todo lo que los rodea.
Puede ser que este libro no sirva para hacer cambiar de idea a muchas personas, lo que no es ninguna sorpresa considerando los tiempos negros que estamos viviendo.
Lo que en un principio mantenía juntos los distintos grupos de vanguardia italianos, era el rechazo de la enseñanza socialdemócrata, del reformismo, de la mediocridad intimista, que ya en 1963-64, nos empujaba a posiciones radicales también en arquitectura; hacia la utopía cultural y política como primer grado de asunción de un compromiso global.
Fue este primer empuje negativo lo que hizo que la gran mayoría de los grupos surgieran en la facultad de Florencia, donde a una mediocre didáctica paternalista se acompañaba, salvo excepciones, un cuadro profesional de los más miedoso y moralista.
Hoy en día, el término “arquitectura radical” recoge, a nivel internacional, todas las experimentaciones excéntricas con respecto a las líneas profesionales: contra-design, arquitectura conceptual, técnica povera, eclecticismo, comportamiento iconoclasta, neo-dadaísmo, nomadismo…
Lo que hoy mantiene unido todo esto, no es ya el frente de batalla contra unos adversarios hipotéticos o reales, sino la madurez autónoma del movimiento y la adquisición de una identidad direccional.
Tal dirección está constituida por el trabajo corrosivo “dentro” de las estructuras de la arquitectura, dentro del específico arquitectónico; cuando las experimentaciones de los grupos salen de esta condición, perdiendo cualquier grado de incidencia para convertirse en arte de galería. La aceptación de un “limite disciplinario” ha sido siempre una importante opción de las vanguardias históricas, una opción que ha actuado como signo reductor de las estructuras tecnológicas profesionales. Cuando Kandinsky descubrió que la pintura no consistía en la representación sino en la energía creativa, o cuando John Cage comprendió que la música era solamente ruido, nunca cesaron de declararse pintor o músico, puesto que sólo así podían, de hecho, actuar en los lugares, en las condiciones y dentro de los sistemas de comunicación tradicionales para perturbarlos.
Los daños provocados por ellos a la llamada pintura o música han sido, quizás, irreparables. Hubieran sido nulos si hubieran deducido, por sus des cubrimientos, una motivación para la “no-acción”, para la salida de escena o para el silencio irónico.
Una de las acusaciones dirigida a los grupos de la vanguardia cultural que escuchamos con mayor frecuencia es la de su aislamiento respecto de la elite. Podemos afirmar que la cultura de vanguardia, hoy en día, no se propone ya como en los años de la posguerra, como la elaboración de un modelo de valores para proponer a la sociedad (los acuerdos para el sector del metal), sino que se propone, al contrario, el no estableciendo de ningún modelo a imitar, afirmando que la única referencia posible consiste en la liberación de la facultad creativa de la sociedad entera. De aquí nace el esfuerzo de hacer coincidir la cultura, no ya con un conjunto de normas técnicas o lingüísticas (solo a través de las cuales es posible, hoy, lograr el valor universal del mensaje estético), sino con la naturaleza misma del hombre y con sistemas espontáneos de comunicación. Es en este esfuerzo y en este contexto estratégico donde las experiencias de la vanguardia se pueden también definir como herméticas, en el sentido en que trabajan sobre las estructuras de la cultura y no sobre sus productos. La contradicción no está entre el fin liberatorio y el circuito de elite, sino entre un experimento nuevo y una realidad codificada.
El experimento nuevo son las condiciones de un uso alternativo de la cultura. La contradicción que la arquitectura radical desarrolla se da entre la arquitectura vista como posible instrumento privado de comunicación y de auto-definición, y el concepto común de arquitectura como cuadro formal de la historia.
Decimos como Flaubert: “La arquitectura soy yo.”
Andrea Branzi, la arquitectura soy yo
Branzi, Andrea, “ La arquitectura soy yo” Catálogo, Centro Andaluz de Arte Contemporánea, Sevilla, ISBN: 81-6095·325 X 2005, 16-24
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